Milton Glaser

Por Sergio Braguinsky Carrera

 

“Les he contado todo lo que sé” dijo Milton Glaser al despedirse, luego de una hora de videoconferencia. Y lo cierto es que parece decir la pura verdad: como todo buen maestro, hizo sencillo lo complejo para poder explicarlo con didáctica claridad, despojado de cualquier opacidad o petulancia creativa y dejando expuestos los procesos mentales de su cerebro, los cuales —según él asegura— no son como los del resto de los mortales.

Allí (y aquí) donde se suele enseñar —y, de ese modo, fortalecer— el dogma menos es más, Glaser va en dirección contraria. Confiesa que complejiza, agrega, suma, hasta que se perfila la solución gráfica que va a profundizar. De ese modo es como cobra vida el milagro, su milagro: el convertir una imagen mental en un objeto real.

Simpáticamente se asume como poco profesional al invertir mucho tiempo en crear cosas sin utilidad aparente y admite reflotar con regularidad tramas y texturas antiguas y reutilizarlas, recrearlas, en nuevas piezas, en nuevos mensajes, haciendo alarde de su carencia —en sus propias palabras— de toda lealtad estilística.

Glaser suele decir más la palabra comunicación que diseño. Y comparte que se pregunta cuándo es que las cosas se hacen inteligibles, entendibles, mientras muestra varios retratos de William Shakespeare camuflados entre distintas tramas hasta casi hacerse invisibles, pero no.

El diseño es, según este hombre de 86 años para quien las herramientas más importantes son un lápiz negro blando y hojas A4, buscar a tientas en la oscuridad y aprender de esa búsqueda.

El diseño es mejorar la calidad de vida de la gente o, al menos, no hacer daño.

¿Nuestro rol? Glaser dice no estar seguro, pero sí sabe que el diseñador deber ser, ante todo, un buen ciudadano; no debe convencer a nadie de comprar nada y debe tratar a los destinatarios de sus mensajes con respeto, como si fueran parte de su familia.

Solidarizándose con su auditorio virtual, incluyó en sus slides —en un gesto valioso para un diseñador de su estatura— ejemplos de casos rechazados por el cliente. Quizá por no haberse entendido la propuesta, quizá por ser soluciones fuera de época.

Glaser desnudó generosamente de qué modo trabaja, cuál es su manera de tomar partido, cómo construye sus piezas. Cómo curiosea, como en el caso de las ilusiones ópticas —espejismos, según él— que hacen visibles efectos que no son más que engaños al ojo, interesantes trampas perceptuales. Cómo usa lo que descubre y cómo prueba y desecha. Cómo adapta: desde una emblemática obra de Vladimir Tatlin devenida marca y marquesina, pasando por un retrato de Rubens apareado con tramas textiles (de bufandas) para parir un afiche hasta llegar a un cuadro de Klimt aplicado a una casi poética campaña publicitaria que, finalmente, no vio la luz.

Casi al pasar y acaso sospechando lo que ocurre en tantos talleres y aulas de diseño de aquí y de allá, nos habló del gran poder de hacer uno mismo las cosas en vez de googlearlas. Cortar y pegar y no cut & paste. Hacer a mano.

Quizá, para Glaser —si bien no se refirió al tema es posible inferirlo— el remanido debate sobre las celosas diferencias entre arte y diseño no tenga sentido ni sustento: el diseño y el arte van por el mismo carril o, lo que es mejor, él ni se plantea la existencia de carriles. El diseño relaciona lo real con lo imaginario, lo altera y lo complementa. ¿No podría decirse lo mismo del arte? En todo caso uno podría apostar que Glaser, ante la cuestión ¿arte o diseño?, respondería entre sorprendido y risueño tal como lo hizo al final cuando se le preguntó cuál era su palabra favorita: “no entiendo esa pregunta”.

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La videoconferencia de Milton Glaser fue una idea de Facundo Boggino, organizada por la cátedra de Diseño Gráfico de Esteban Rico en conjunto con la FADU/UBA; patrocinada por Interbrand y por el Centro Metropolitano de Diseño e impulsada por Pulmón.

En la cabecera, fotografía de Michael Somoroff.